jueves, 31 de octubre de 2013

Aurora

Su cuerpo parecía estar ya inerte. Su rostro, apenas manchado por unas cuantas lágrimas, reflejaba su amargo rictus. Sus párpados ocultaban una mirada con dolor impregnado. Sus labios, rojos y agrietados, apenas tocándose, dejaban ver que sus palabras habían cesado repentinamente. Eran sus oraciones que dejaron de escucharse mientras, dentro de ella, los latidos de su corazón cesaban.

Ya no trepidaría. Sus manos caían poco a poco, resbalándose estas de sus costados, a la vez que un pequeño espejo era soltado. Su cuerpo yacía en una cama, con unas cuantas sábanas que, en lugar de protegerla, parecían más bien adornarla. El crepitar de la madera de la chimenea era el único sonido audible. El tiempo se había detenido, al menos para ella, en ese espacio limitado por muros gélidos que empezaban a ser abrazados por el incipiente fuego. La luz de las llamas se proyectaba en la habitación, cayendo como un suave suspiro que le daba vida a las cosas, excepto a ella, que permanecía oculta tras cortinas que servían más como máscara que como un velo, sirviendo esta para ocultar su extraño gesto, sin siquiera dejar entrever nada.

Fue así como, a través de la estrepitosa fragmentación del espejo, la atención recayó sobre ella. Los pasos comenzaron a sonar a través de un estrecho y poco iluminado pasillo contiguo. Súbitamente los semblantes de aquellos caminantes cambiaron. Uno, con el rostro enjuto, comenzó un llanto que, al poco tiempo, se tornaría en incesante y que lo conduciría a proferir insultos hacia aquellos espectadores. Sus lágrimas fueron frustración y motor que dejaron a ella desprovista de su máscara. El manoteo se apoderó de aquel hombre, pues algunos trataban de cesar sus estridentes chillidos que, a juzgar por el rostro de la mujer en sueño perpetuo, parecían perturbarla. Así pues, el cuerpo fue sostenido y conducido hacia el encierro sin fin. Era el preludio a su nueva vida.

Varias siluetas avanzaban mientras el cuerpo de la mujer era sostenido, dándole vida tras cada paso, haciéndola danzar en forma agradable en ese andar por el aire. Su ropa era vistosa y, a pesar de su fúnebre aspecto, su rostro aún mostraba la belleza que la había acompañado en vida. Al abandonar el recinto su cabello comenzó a agitarse violentamente tras sus hombros, golpeado por la ventisca, de tal forma que parecía que estaba aferrándose a ella. La blanca y helada sábana comenzaba a envolverla: capa tras capa de materia translúcida que al amontonarse formarían un manto uniforme que la prepararía para el funeral.

Una vez terminada su grácil danza y, con un brusco descenso, su cuerpo fue depositado bajo bloques helados que dejaban ver su rostro. Era como si pudiera sentir, como si al fin se le hubiera concedido tener lo que siempre había anhelado. Su mirada ahora reflejaba los sueños que le habían sido arrebatados, aquellos que la condujeron a morir en vida.

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