Recuerdo aquella mañana con exactitud. ¿Fecha exacta? No, tan sólo sé que fue en este año. Sólo que fue traumático, pero no al punto de precisar el día de la tragedia. Yo, un mortal, en ese momento sólo pedía un poco de calma para el alma. Veíame yo ahí sentado, viajando en autobús cutre. Todo era perfecto. El olor a humo en el ambiente es algo con lo que se ha tenido que lidiar pero, ahora, el olor era más intenso. Sí, era más intenso, en cierto modo causaba algo de mareos, aun así era tolerable. Lo épico apenas estaba a punto de comenzar.
Yo, sentado en el lugar que está junto a la ventanilla, ahí estaba yo disfrutando de divertidas cavilaciones, de quiméricos momentos en un lugar que, luego de entrar, provoca en el pasajero la desilución y un rictus de "mátame, por favor". Ahí, el humano en apariencia, yo, me había sobrepuesto antes los males que, dicho coche fúnebre, provocaba. El verdadero mal estaba a punto de ser viajero, uno más en este autobús de la muerte. Ahí, en la puerta delantera, un hombre con rostro negruzco, aparecía; un acompañante tenía él. La vida quiso hacerme una mala jugada ese día, pues ese hombre llegó a sentarse al lado mío.
Yo, sentado en el lugar que está junto a la ventanilla, ahí estaba yo disfrutando de divertidas cavilaciones, de quiméricos momentos en un lugar que, luego de entrar, provoca en el pasajero la desilución y un rictus de "mátame, por favor". Ahí, el humano en apariencia, yo, me había sobrepuesto antes los males que, dicho coche fúnebre, provocaba. El verdadero mal estaba a punto de ser viajero, uno más en este autobús de la muerte. Ahí, en la puerta delantera, un hombre con rostro negruzco, aparecía; un acompañante tenía él. La vida quiso hacerme una mala jugada ese día, pues ese hombre llegó a sentarse al lado mío.
Quizás te preguntes: "¿Y eso qué tiene de malo?" Pasa que tiene todo lo malo. El viajero con el negro rostro, pero no por su color, sino por algo parecido a polvo, tierra y aceite que se habían acomodado en esa cara. Su acompañante iba sentado a un lado, pero en la otra fila de asientos; junto al pasillo iban los dos. Un tercero, un desconocido, alguien que no tenía nada qué ver ni conmigo, ni con ellos, iba viajando atrás de este peculiar hombrecillo de rostro mugriento. ¿Y ahora? Esto es el clímax de mi viaje. Sentíame yo a punto de morir. El hombre comenzó a despedir un putrefacto olor. Era un olor tan asqueroso que impregnaba al alma con suciedad. Más rancio que llevar a un perro muerto como un viajero. Olía a cervezas viejas, como si hubiera estado en un festín ranchero, celebrando alguna cosa que, ahora, no he de imaginar. Ese olor era como una patada en la dignidad.
Quería sólo largarme de ahí, ¿pero qué iba a decirle al viejo rancio? "Señor, disculpe, huele a mierda; ¿me deja pararme para irme a otra parte del autobús que no huela a usted?" Sí, lo hubiera hecho, excepto que no había lugar a donde ir, o claro, me hubiera bajado del transporte y tomado otro, pero vaya que la pobreza es la limitante de mis acciones. Las ventanas, ¿alguien preguntó sobre ellas? Era de esos autobuses en que las ventanas no estaban al nivel de la cabeza, sino medio metro más arriba, ahí, donde el viento entrante no habría de barrer el putrefacto aroma del hombre ollín. Y sé que yo sufrí mucho, pues mi nariz había sido la prueba de ello; terrible irritación había sentido ella, mi pobre nariz. Alguien que debió haber sufrido como yo, si no es que incluso más, fue el pasajero que iba detrás del hombre mugre. Era una dama, creo yo. Vaya apocalipsis nasal, juro que casi vomito. Esos olores, lo más horrible en cualquier universo. El infierno debe oler a un campo de flores en comparación a esta entidad que rompía el paradigma de lo apestoso. Todo esto iba acompañado de la conversación de esos dos, de mugrín y de su amigo, pláticas oscuras sobre enfermedades y sus citas con el médico, alegando que, cuando uno se enferma, así seguirá por el resto de su vida con ese malestar.
Maldito sufrimiento, aminorado tan solo por el olor a humo del autobús, sí, ese que era soportable. Joder, no sé cómo alguien puede oler así de mal. Ni revolcándose en una pila de estiércol, ni defecando sobre sí mismo. No, no entiendo cómo le hizo el hombre suciedad. Hubo momentos en los cuales, mi nariz, había podido descansar de tales aromas, debido al movimiento del autobús que hacía que estos quedaran atrás. El paraíso vi yo cerca cuando, por fin, hube llegado a mi destino. Ese había sido el triunfo. Amablemente, pero asqueado, le había pedido al hombre mugre que me dejara salir. Así fue. Me dejó pasar, y cuando salí quise ver el rostro del mal, y la verdad es que su rostro coincidía con su aroma. Un tipo que, a simple vista, se veía que le importaban nada las cosas. El rostro del verdadero mal; me compadezco de quienes siguieron ahí, viajando en la carroza fétida. Yo, mientras, gozaba por estar lejos del tipo. Bajé del autobús, y lo primero que hice fue respirar todo lo que pudiera ya que, dentro del camión, no había podido hacerlo del todo bien. Pobre de mi olfato que, ese día, murió, y el día también murió.
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